Casquillos negros by Diego Petersen Farah

Casquillos negros by Diego Petersen Farah

autor:Diego Petersen Farah [Petersen Farah, Diego]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 2017-03-15T00:00:00+00:00


29

«Soy un lince, soy un lince, me quieren matar». Escondida entre las enormes figuras de la fuente de la Hermana Agua, Lizette esperó pacientemente el atardecer. La fuente, un homenaje al agua, estaba seca. Esa paradoja surrealista le permitió trepar por los enormes cubos de concreto hasta llegar a la cima del segundo más alto, donde se acomodó con las rodillas en el suelo, las nalgas apoyadas sobre los tobillos y el cuerpo echado hacia delante, como un cuadrúpedo al acecho. «Soy un lince».

Desde su nueva guarida podía observar lo que pasaba alrededor: una fila interminable de autos buscaba desesperadamente llegar a sus hogares y poco más. De tiempo en tiempo una ambulancia con la sirena encendida alertaba sus sentidos. Le molestaban los sonidos demasiado agudos, tanto como los estallidos de cohetes en alguna iglesia lejana que festejaba al santo en turno. Abajo no pasaba nada, solo coches y más coches por la avenida cada vez más saturada. Pocos minutos después, las copas de los árboles se fundieron lentamente en la oscuridad y el único paisaje visible fue el de las luces de los autos en todas direcciones que se impregnaban en sus pupilas dilatadas generando destellos, decenas de destellos que le impedían ver; cerró los ojos pero los destellos seguían ahí, tatuados. Si cerraba los ojos, la luz le molestaba menos, pero podrían sorprenderla. Al cabo de un rato se dio cuenta de que en realidad daba igual tener los ojos abiertos que cerrados; era imposible ver de frente aquellas luces. Buscó unos anteojos oscuros en su bolso. Los molestos destellos de los carros mejoraron un poco, pero perdió la visión de todo lo demás. Ahora sí no veía nada. Se arrepintió de haber dejado en el auto los catalejos de visión nocturna que había comprado por internet en una página especializada en espionaje. «Me van a matar».

Cerró los ojos y cambió de posición. Sentada en flor de loto podría concentrarse mejor: tenía que apostar todo a su sensibilidad exterior, concentrarse en los sonidos, en los olores, en lo que su piel le decía sobre lo que pasaba alrededor. «Soy un lince ciego». Sacó de su bolsa la pipa de crack y le dio un jalón, solo uno. Sus sentidos se agudizaron. Comenzó por separar los planos de sonido. Unos minutos después era capaz de distinguir los autos que pasaban a los lados por el carril izquierdo o derecho de la avenida de las Rosas de los que circulaban por López Mateos. Un tercer plano de sonido era el murmullo, un gran murmullo de motores, como un continuo de cuerdas en una sinfónica. Atrás, en las copas de los árboles, el piar de algunas aves, y más lejos aún los ladridos anárquicos de los perros. No había voces humanas. A juzgar por los sonidos, la ciudad estaba dominada por autos y animales.

Los olores eran más difíciles de distinguir. La ciudad olía fundamentalmente a humo, pero no era un solo humo sino varios; eran los humores de los autos, cada uno distinto y particular.



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